Ahora sí, después de más de un año, me pongo a escribir sobre el verdadero Gran Desconocido. ¿Por qué no lo hice antes o por qué escribí en su lugar sobre otro gran desconocido? Quizás fuera por las circunstancias, quizás fuera por el momento, quizás fuera simplemente por mi falta de vivencia personal con ese Gran Desconocido. Todos los quizás son ciertos. Las circunstancias fueron las que finalmente se llevaron la batalla ante una duda; el momento que vivía por aquel entonces me invitaba a otras cosas, y esa falta de vivencia personal fue en detrimento de otra gran vivencia personal.
Hoy celebramos Pentecostés, nombre que desde bien pequeña me costaba retener. Aunque tuve que hacerlo porque mi santo lo celebro en este día. ¿Pentecostés es Rocío? Qué extraño era todo para mí. En realidad, es la relación de la blanca paloma de Pentecostés (como se representa al Espíritu Santo) con el Rocío. A pesar de llevar por nombre Rocío no lograba acercarme a Él. Al Espíritu Santo. Era como imperceptible, poca gente habla o comenta sobre Él. Cuesta darle forma, escucharle o ver sus gestos plasmados en la vida. Dicen que es el amor que hay entre Dios Padre y Dios Hijo. ¡Es la misma expresión del Amor! Esto ya son palabras mayores. Empezaba a entender un poco… El lenguaje del amor es mucho más accesible que cualquier tratado, al menos para mí. Las cosas propiamente humanas se reciben mejor. ¡Y es así como el Espíritu Santo se hace presente en mi vida! A través de gestos humanos llenos de amor.
Cualquier relación personal que comienzo o cualquier gesto de amor que nace de mí, me gustaría que llevara el cuño del Espíritu Santo porque es el amor más libre, puro y pleno que pueda existir. Es la garantía de amar verdaderamente. ¿Quién no quiere amar así? Se hace difícil acordarse de Él, pero esta dificultad es menor en la medida en que entiendo más quién es y por ese conocerle, le necesito en mi vida. ¡Es increíble como una cosa inmaterial se puede sentir tan profundamente! Es un amor que hace nuevas todas las cosas: ya no se miran igual, ya no se perciben igual, ya no se viven igual. Es una actitud renovada, convertida al amor. Busca el bien y se pone en camino sin espera. Ésto es el amor: el bien del otro.
Y no sólo en esos gestos de amor está implícito el Espíritu Santo, está también en los siete dones que son exclusivamente suyos: sabiduría, entendimiento, consejo, ciencia, piedad, fortaleza y temor de Dios.
Muchas veces queremos saberlo todo, ser el más inteligente, tener una respuesta a cualquier pregunta… ¿Para qué? Esa sabiduría no es más que de títulos, de poder intelectual, de un bien material más que humano. La sabiduría que nos trae el Espíritu Santo es la que busca entender lo que es bueno para la persona, encaminarla por el buen camino, hacerle claros sus pasos. ¡Una sabiduría que otorga seguridad a quien se abandona a ella!
Otras veces queremos entender todo lo que acontece a nuestro alrededor, en nuestra vida y en la vida del vecino. ¡Qué difícil comprenderlo todo! Nos empeñamos y así sólo acabamos frustrándonos. El entendimiento que nos trae el Espíritu Santo es el poder comprender la Verdad que nos ha dado a conocer Jesús. Este entendimiento ilumina esa Verdad para hacerla perceptible, para que sea visible y atractiva a nuestros ojos. ¡Un entendimiento que da paz a quien se abandona a él!
Algunas veces queremos consejos que nos faciliten nuestra existencia, que acaben con nuestros problemas, que nos solucionen la vida. ¿Por qué nunca son suficientes? Esos consejos vienen de otras personas débiles y limitadas como nosotros, y no podemos esperar cambios rápidamente. El consejo que nos trae el Espíritu Santo es el reconocer lo verdadero y lo falso, lo correcto y lo incorrecto. Este consejo nos permite vivir con garantías de plenitud. Nuestra persona se realiza en total armonía. ¡Un consejo que otorga felicidad a quien se abandona a él!
En otros ocasiones queremos tener la ciencia de todas las cosas, ser cultos, unos eruditos que profundizan sobre las leyes naturales del planeta Tierra. ¿Hasta dónde llegar con esta ciencia? Muchos se olvidan de las personas que habitan el mundo por adentrarse tanto en él. La ciencia que nos trae el Espíritu Santo es un conocimiento de lo divino, ¡de Dios! Y de nosotros mismos. ¿Quién no quiere conocerse? ¿Quién no quiere saber cómo es Dios? Esta ciencia nos facilita una conversación de tú a tú con Dios. ¡Una ciencia que otorga identidad a quien se abandona a ella!
Hay veces que queremos mostrar una piedad postiza… Rezamos sólo por cumplir, para que no nos llamen la atención, para sentirnos bien y que Dios no nos castigue. ¿Qué nos da esta piedad postiza? Sólo una vida huérfana de amor verdadero, un engaño diario. La piedad que nos trae el Espíritu Santo es una apertura a la voluntad de Dios. ¡A buscarla, quererla y adherirnos a ella! Esta piedad rompe la coraza de nuestro corazón. ¡Una piedad que acerca a Dios a quien se abandona a ella!
Muchas veces confundimos la fortaleza con algo físico. Creemos que uno es fuerte sólo si su cuerpo lo manifiesta. ¿Qué pasa entonces con quien está enfermo? Hay muchos enfermos que nos dan un bello testimonio de fortaleza con su lucha diaria por vivir. La fortaleza que nos trae el Espíritu Santo es el valor de enfrentarse a los problemas de uno mismo y los ajenos. A lo que nos ocurre dentro y fuera de nosotros mismos. Una fortaleza que aviva nuestra existencia haciéndola verdadera y merecedora de plenitud. ¡Una fortaleza que sostiene a quien se abandona a ella!
Otras tantas veces nos pensamos que el temor de Dios nos separa de Él, nos lo hace ver como un Juez, el malo de la película… ¡Qué poco entendemos! Cuando más conocemos nuestra debilidad, nuestra capacidad de pecar, nuestra tendencia a sabernos limitados y capaces de todos los errores… ¡Más tememos el hacer daño! Éste es el auténtico temor de Dios. Saber que amamos a alguien y tememos herirle. Una piedad que nos acerca a nuestra debilidad para poder acercarnos a Dios sin prejuicios, con plena confianza. ¡Una piedad que une a Dios a quien se abandona a ella!
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