Da gusto escuchar por la calle «¡qué buen día hace!”, un día como el que ha salido hoy prácticamente en toda España (alertas y más alertas, y no es para menos, ¡pero no exageremos!).
La diferencia está en el acostumbrarse. Cuando siempre nos movemos en la misma dirección, entramos en los mismos restaurantes, hablamos con la misma gente, nos ponemos el mismo modelito cada semana, disfrutamos del sol cada día… Si un día hay obras, cierran ese restaurante, se va de vacaciones nuestra gente, se mancha nuestra ropa o cae una tormenta, ha llegado el pánico a nuestras vidas, ya nada es lo mismo, nos paralizamos y somos víctimas de la ausencia.
¿No resulta divertido el cambio? Nunca he entendido por qué las personas nos resguardamos en un paraguas cuando llueve…, mientras los árboles, palmeras, farolas, coches, bicicletas, viviendas disfrutan con el contacto del agua en sus “cuerpos”. ¿Os imagináis todo la ciudad bajo un manto, tapada? ¡Qué poco atractiva!
La lluvia renueva, limpia, favorece el brillo exterior de todo cuanto toca. ¿Por qué ese verlo todo gris… si al final siempre sale el sol y hasta un arco iris bien grande y luminoso? (puesto del revés es una sonrisa multicolor).
La diferencia está en la divergencia. Cuando llueve, cuando nos mojamos, nos enfadamos, cargamos con el paraguas, gastamos dinero en taxi… Si ese día decidiéramos pensar qué buen momento para disfrutar del sonido de la lluvia, le va a venir bien a los campos y a la ciudad (…y al coche), limpiará también nuestro mal carácter y nos deleitaremos con la luz especial tras la lluvia y del olor a naturaleza que deja a su paso…; todo es mucho mejor y sale sin querer ese «¡qué buen día hace!”
Tu turno